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Se asomó a la ventana para ver qué día emergía y miró el reloj como a un enemigo a vencer.
Ya intuía-no había que ser un lince para ello-, que ese día se le haría corto para todo lo que había que hacer.
Además, el sueño acumulado de una larga semana de trabajo, estudio, reuniones y cafés fríos, le susurraba que soltase el lastre, que no pretendiera hacer milagros, que su fortaleza no era mágica, ni de súper héroe, pero si era de persona que necesitaba descansar.
Como los famosos cantos de sirena que tentaban a los marineros en la mitología griega, la cama le susurraba que durmiera un poco más, pero no. No era el momento.
Allí en frente estaba su equipación de sábado, reluciente, almidonada.
Su bolígrafo encima de un montón de planillas, el módulo de análisis abierto del día anterior con la última variante estudiada y el móvil que no paraba de recibir mensajes.
El sol se había colado en la habitación y en su espíritu ajedrecista.
Pero también el silencio, aunque no era absoluto, porque se oía el movimiento de las hojas, el cantar de los pájaros, el correr del agua por la canaleta del techo o el tic tac del reloj.
Cuando estaba a punto de cerrar la ventana, empezó a oírse, aún lejos, pero era imposible no reconocerla, sonaba cada vez más cerca.
Mis colores se fundieron en mi cuerpo, estaban cerca de norte a sur.
Era el momento de empezar a oír las pitas en toda la isla que te llamaban a fila, desde santa Cruz a Icod, pasando por Buenavista, La Victoria o Guía de Isora: eran ellos.
También en el Puerto o en Candelaria.
Así, fuimos recogidos por la Victorianeta, Iconeta, Aroneta, Laskerneta, Circulneta, Caissaneta, AlShahmaneta, Reyahoganeta, Sauzalneta, Pirataneta, Badnorneta, Ébanoneta, Benitoneta, Escaqueneta, Chiñaconeta o Cajacanarianeta para empezar una nueva jornada de liga.
Sería un nuevo viaje entre las casillas blancas y negras de un silencio lleno de belleza.